Ambos asintieron. El más alto, Delta-Dos, abrió un ordenador portátil y lo
encendió. Se situó delante de la pantalla y puso la mano en una palanca de
mando mecánica y le dio un breve tirón. A mil metros de distancia, oculto en
las profundidades del edificio, un robot de vigilancia del tamaño de un
mosquito recibió su transmisión y cobró vida.
La pantalla que tenían delante mostraba una transmisión de vídeo desde una
cámara de precisión montada sobre el microrobot.
«La herramienta de vigilancia más avanzada», pensó Delta-Uno, todavía
perplejo cada vez que la ponía en funcionamiento. Últimamente, en el mundo
de la micromecánica, la realidad parecía siempre superar con creces la ficción.
Los Sistemas Mecánicos Microelectrónicos (SMME), o micro robots, eran la
herramienta más moderna en el ámbito de la vigilancia de alta tecnología:
«volar a lomos de la tecnología de punta», lo llamaban.
Y así era. Literalmente.
A pesar de ser microscópicos, los robots dirigidos por control remoto
parecían cosa de ciencia ficción. De hecho, llevaban en funcionamiento
desde los años noventa. En el número de mayo de 1997, la revista
Discovery había presentado en portada un reportaje sobre los micro robots,
hablando tanto de los modelos «voladores» como de los «nadadores». Los
nadadores —nanosubmarinos del tamaño de un grano de sal— podían
inyectarse en la corriente sanguínea del cuerpo humano igual que en la
película Un viaje fantástico. Ahora eran utilizados por avanzadas instalaciones
hospitalarias para ayudar a los médicos a navegar por las arterias por control
remoto, observar en vivo transmisiones de vídeo intravenosas y localizar
obstrucciones arteriales sin tan siquiera levantar un bisturí.
En contra de lo que podía parecer, construir un microrobot volador era un
asunto incluso más simple. La tecnología aerodinámica empleada en lograr una
máquina voladora venía desarrollándose desde Kitty Hawk2 y lo único que
quedaba pendiente era el asunto de la miniaturización. Los primeros micro
robots voladores, diseñados por la NASA como herramientas de exploración
automática para futuras misiones a Marte, medían varios centímetros. Sin
embargo, los avances logrados en los campos de la nanotecnología, en el
tratamiento de materiales ligeros de absorción energética y en micromecánica
habían convertido los micro robots voladores en una realidad.
El verdadero adelanto había llegado desde el nuevo campo de la
biomímica (basado en la imitación de la Madre Naturaleza). Se había
descubierto que las libélulas miniaturizadas eran el prototipo ideal para esos
ágiles y eficaces micro robots. El modelo PH2 que Delta-Dos estaba haciendo
volar en ese momento medía sólo un centímetro de longitud (el tamaño de un
mosquito) y empleaba un doble par de alas transparentes de bisagra y de
hojas de silicona que le daban una movilidad y una eficacia en el aire
inigualables.
El mecanismo de recarga energética del microrobot había resultado otro
gran adelanto. Los primeros prototipos de microrobot sólo podían recargar sus
células energéticas situándose directamente debajo de una fuente de luz
potente, lo cual no resultaba ideal en casos de necesaria cautela y cuando se
utilizaban en locales oscuros. Sin embargo, los nuevos prototipos podían
recargarse simplemente deteniéndose a escasos centímetros de un campo
magnético.
Para facilitar aún más las cosas, en la sociedad moderna los campos
magnéticos estaban por todas partes y se ubicaban discretamente: enchufes,
monitores de ordenadores, motores eléctricos, altavoces, teléfonos móviles...
nunca faltaban estaciones de repuesto ocultas. En cuanto un microrobot era
introducido con éxito en un local, podía transmitir audio y vídeo casi
indefinidamente.